—¿Qué le da esperanza cuando mira el mundo?
—Todo.
La respuesta de Francisco a la pregunta de la periodista estadounidense Norah O'Donnell sintetiza no sólo un mensaje pastoral, sino la visión del mundo de su papado.
Aunque no podamos aquí hacer la exégesis teológica de esa respuesta, desde el punto de vista de la teoría de las relaciones internacionales ella resume el enfoque idealista que un Estado como el Vaticano, que carece de recursos económicos o militares, está obligado a adoptar en su acción diplomática.
Desde la disolución de los Estados Pontificios, cualquier obispo de Roma lidia con esta restricción que lo vuelve una referencia estrictamente espiritual, no ya el rey entre reyes que fueron los papas durante once siglos. Privada de todo poder duro, la Iglesia Católica tiene una reserva de poder blando de una cuantía que ninguna otra institución de alcance global tiene. Aún cuando no puede interponer tropas como fuerza de paz, una mediación papal puede detener a dos dictaduras militares sanguinarias antes de que envíen a sus pueblos a la guerra, como sucedió en 1978 entre Argentina y Chile.
El papado de Francisco coincidió con un tiempo de creciente pugnacidad en las relaciones entre Estados y también dentro de muchos países. Las condiciones para que una prédica moral torciera las posiciones de quienes detentan poder material no fueron las mejores y se fueron deteriorando hasta un punto en que es legítimo preguntarse si su muerte no coincide con el crepúsculo del poder blando en las relaciones internacionales. Ello no volvió timorata a la diplomacia vaticana: por el contrario, el activismo de Francisco fue intenso e incansable.
Dos hechos significativos ocurridos en estos once años llevan su impronta, benéfica en un caso y decisiva en el otro. Francisco será recordado como un pontífice que puso el cuidado del ambiente en el centro de sus preocupaciones. Profundizando una prédica iniciada por Benedicto XVI, dedicó su segunda encíclica a la cuestión. Laudato si', dedicada al "cuidado de nuestra casa común" hizo un aporte para consolidar el consenso entre países que culminó en el Acuerdo de París sobre cambio climático. En asuntos de esta envergadura, el Vaticano sólo podía aspirar a ser la gota que colmara el vaso, con un discurso sobre el factor humano en el calentamiento global fundado éticamente en la idea de justicia intergeneracional. El acontecimiento en el que sí fue decisivo fue en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y EE UU. La intervención papal mitigó el costo político de una decisión que Barack Obama no hubiera tomado de otra manera.
Otro aspecto, más significativo aún, de la diplomacia vaticana bajo Francisco, fue la construcción de puentes con otras religiones. Bajo la enseña de aislar a los fundamentalistas en todos los campos, abonó el diálogo con el Islam, dejando atrás el enfoque de choque de civilizaciones con el que había coqueteado su predecesor. Al mismo tiempo, redobló la defensa de las minorías cristianas y dedicó su viaje de mayor duración, hace escasos siete meses, a una gira que abarcó el país musumán más poblado del mundo, Indonesia, y luego Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur.
El signo definitivo de la política exterior de este papado fue el primer viaje de Francisco. El destino elegido fue Lampedusa, la isla italiana preferida por los inmigrantes que desembarcan para afincarse en la Unión Europea. Allí señaló su opción por los últimos y su vocación de poner su poder blando al servicio de una causa sin defensores potentes.
La muerte de Francisco coincide ominosamente con el inicio de la segunda presidencia de Donald Trump, que viene a presidir una camarilla de líderes que ejercen exclusivamente el poder duro, que hablan por la boca del cañón, sea este literal o un arma cargada de aranceles y represalias comerciales. El próximo pontífice hereda una diplomacia pronta para proseguir, pero enfrenta un mundo de capos poco dispuestos a dejarse interpelar por la palabra.